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El día de la boda, la amante de mi marido armó un escándalo en la mansión. Ella no sabía: sin mí, no hay mansión. El día de mi boda, la mujer que mi marido mantenía fuera de la casa señorial irrumpió, montando una escena que me humilló por completo. Llevaba las mismas vestiduras ceremoniales de boda que yo, con una mirada triunfal en los ojos. Yo soy joven y hermosa. Usted, señora, podrá ser hija de un general, veterana del campo de batalla, pero es bárbara y tosca. La posición de matriarca debería cederse a alguien más digno. Alcé una ceja. Mi marido, de pie a mi lado, no se atrevía a respirar cuando mi mirada cayó sobre él. Parecía que ella no sabía que este matrimonio fue uno por el que mi marido se arrodilló ante el emperador durante tres días y tres noches para conseguirlo. Sin mí, la mansión de la marquesa no sería nada. El dieciocho de abril fue el día de mi gran boda. Vestida con mis ropas ceremoniales, dejé que la matrona de bodas me guiara. Tomé la cinta de seda roja, pasé sobre el braserillo y seguí a Percival, que sostenía el otro extremo de la cinta, hacia el salón principal de la mansión. “Ha llegado la hora auspiciosa. Primero, reverencia al cielo y a la tierra. Segundo, reverencia a los mayores. Esposo y esposa, reverénciense el uno al otro.” Justo cuando me volví para intercambiar reverencias con Percival y quedar unidos como marido y mujer, una voz aguda y penetrante cortó el aire desde fuera de las puertas. “¡Esperen!” Un silencio sepulcral cayó sobre el banquete. El aroma de carmín de la mujer me era bien conocido. Era el favorito de Percival. Solté mi extremo de la cinta y cayó al suelo. Entonces, con un amplio gesto de la mano, me arranqué el velo rojo. Aunque esto iba contra la tradición, nadie se atrevió a protestar. Solo cuando vi que ella llevaba exactamente el mismo atuendo nupcial que yo comprendí la ansiedad anterior de Percival. Antes de que pudiera hablar, ella avanzó pisando la cinta roja caída en el suelo, con la provocación escrita en la cara.