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Ser nazi durante la Segunda Guerra Mundial no era solo vestir un uniforme o levantar el brazo en saludo; era vivir dentro de un sistema que moldeaba la mente y anulaba la conciencia. Desde la infancia, el régimen controlaba cada aspecto de la vida: las escuelas, las familias y la cultura se convirtieron en instrumentos de adoctrinamiento. La lealtad al Führer reemplazó la moral individual, y millones de alemanes crecieron creyendo que servir al Reich era un deber sagrado. El pensamiento crítico fue reemplazado por la fe ciega, y la compasión, por la obediencia. Dentro del Tercer Reich, la vida cotidiana estaba marcada por el miedo y la propaganda. La Gestapo vigilaba, los vecinos denunciaban y la propaganda convertía el crimen en virtud. La educación exaltaba la pureza racial y el sacrificio, mientras la juventud alemana era moldeada para guerrear y morir por Hitler. Las mujeres eran premiadas por tener hijos “arios”, los hombres por su fidelidad al Führer, y cada familia por su silencio. En esa Alemania totalitaria, la lealtad se confundía con el honor y el deber con la sumisión. Ser nazi fue vivir en una ilusión colectiva construida sobre el miedo, la manipulación y el fanatismo. Mientras el régimen prometía grandeza y gloria, el país se hundía en la barbarie. Millones de ciudadanos se convirtieron en cómplices de un sistema que deshumanizó al enemigo y destruyó su propia nación desde adentro. Cuando el Reich cayó, Alemania despertó entre ruinas, enfrentando la vergüenza y la pregunta que aún resuena en la historia: ¿cómo pudo un pueblo entero creer tanto en una mentira?