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La compasión que se extiende más allá del círculo cercano no surge como un simple reflejo de conveniencia, sino como una exigencia que remite a algo que nos supera. Cuando la ayuda al desconocido deja de ser un acto ocasional y se convierte en norma, aparece la necesidad de un marco que impida que el ser humano se convierta en juez absoluto de su propia dignidad. A lo largo de la historia, las sociedades que han sostenido la idea de una dignidad humana incondicional han recurrido a una referencia que trasciende al individuo y al grupo; esa referencia no compite con la persona, la sitúa en un horizonte que limita el poder y obliga a reconocer al otro como prójimo, aunque sea extraño o adversario. El monoteísmo introdujo una noción radical: si todos proceden de un mismo origen, ninguna colectividad puede reclamar superioridad ontológica. Esa idea no garantizó sociedades perfectas, pero sí plantó la semilla de una igualdad moral que no depende del favor, la utilidad o la fuerza. Cuando la compasión se convierte en mandato, deja de depender de estados de ánimo; los sentimientos fluctúan y la empatía se agota, mientras que las obligaciones morales sostenidas por una instancia superior permiten que la ayuda llegue a quienes no pueden devolverla. De ahí nacieron instituciones y prácticas que hoy consideramos básicas: hospitales, redes de acogida, cuidado de marginados y atención de enfermos sin expectativas de recompensa. Aceptar que la compasión tenga un origen trascendente no implica ignorar los abusos cometidos en su nombre. La historia muestra que la trascendencia puede ser instrumentalizada: quien afirma conocer la voluntad absoluta puede erigirse en mediador exclusivo y convertir al otro en objeto de redención forzada. El problema no es la idea de lo sagrado, sino su captura por intereses humanos que la usan para justificar violencia y exclusión. La modernidad, al desplazar la trascendencia, no eliminó la necesidad de lo absoluto; la trasladó al propio ser humano, a líderes o a ideologías. Cuando el hombre se erige en medida de todas las cosas, la compasión tiende a fragmentarse: se protege al “nosotros” y se excluye al “ellos”. Los totalitarismos del siglo XX muestran cómo el poder, desprovisto de un límite externo, se sacraliza y convierte la compasión en privilegio de un grupo. El nazismo llevó esta lógica a su extremo: la humanidad se fragmentó en categorías biológicas y la compasión se redistribuyó según criterios raciales; la tecnología y la organización moderna hicieron posible una crueldad sistemática que confirma la tesis: sin un fundamento que impida la absolutización del hombre, la compasión se vuelve tribal. Hoy muchas personas defienden la compasión sin referencia religiosa, y esa defensa es valiosa y sincera; pero la pregunta relevante es de dónde procede la convicción de que todo ser humano tiene un valor absoluto que no se negocia. Si esa raíz se olvida, la ética universal corre el riesgo de volverse retórica, reversible y dependiente de la fuerza o del interés. Hablar de una referencia trascendente como fundamento moral no es pretender una explicación científica, sino señalar un límite que impide que el ser humano se convierta en absoluto sobre otro. La compasión auténtica se sostiene mejor cuando nace de la humildad ante algo que nos supera y nos recuerda que nadie es el centro definitivo. Recordar esa condición no anula la responsabilidad humana; la orienta. Cuando la humanidad reconoce algo por encima de sí misma, puede mirar al desconocido como prójimo; cuando se proclama soberana, produce ídolos humanos y víctimas.