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y lo que ocurrió después dejó a Isabel sin aliento. Nadie podía imaginar que aquel instante cambiaría su vida para siempre, revelando secretos que nadie esperaba y despertando emociones que habían dormido durante años. El viento golpeaba las persianas de la vieja casa de adobe mientras la lluvia comenzaba a tamborilear sobre el techo de tejas. Isabel Rojas sujetó la taza de café caliente entre sus manos, sintiendo el calor subir lentamente hasta los dedos entumecidos. Afuera, los caballos relinchaban nerviosos, moviendo sus patas sobre el barro del corral. La tormenta no había sido anunciada; la previsión decía lloviznas, no esta furia que parecía querer arrastrarlo todo. —¡Cuidado, Lluvia! —gritó Isabel, inclinándose hacia uno de los caballos jóvenes que trotaban descontrolados dentro del corral improvisado—. ¡Suéltate del poste! Pero el caballo que la tenía en alerta no era uno de los jóvenes indómitos. Era Sol, un viejo semental gris que había pertenecido a su esposo, y que rara vez se alteraba. Esta vez, sus orejas se aplanaron, sus ojos reflejaban miedo y tensión. Isabel frunció el ceño, notando algo extraño: su mirada no estaba puesta en ella, sino más allá del cercado, hacia el borde de la finca donde el bosque comenzaba a tragarse la carretera. Un relincho lejano interrumpió el silencio pesado de la tormenta. No era Sol, ni ninguno de los caballos que conocía. Isabel tensó los músculos, dejando caer la taza sobre la mesa de madera. El café salpicó sobre el piso, pero no le importó. Corrió hacia la puerta principal y se asomó. La lluvia caía como un muro, y por un instante todo era agua y sombra. Luego lo vio. Un caballo solitario estaba allí, inmóvil, bajo la lluvia. Sus costillas marcadas y la cabeza baja revelaban debilidad, casi abandono. Cada inhalación era un esfuerzo visible; cada relincho apenas un susurro contra el rugido del viento. Isabel contuvo el aliento. Nadie podía haber dejado a un animal así sin ayuda… ¿o sí? —¡Ven, chico! —murmuró, más para sí misma que para el animal—. No tienes que sufrir más. Se calzó las botas de cuero y abrió la puerta de golpe. La lluvia la golpeó de lleno, empapando su cabello y su blusa. El caballo la miró, y por un instante, Isabel juró ver un destello de vida en sus ojos cansados. Dio un paso hacia él, y él retrocedió, tambaleándose.