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En Lovinobaňa no hay anuncio, ni folleto, ni estación con nombre pintoresco. Sólo un pequeño andén, una de esas estaciones donde el tren se detiene porque aún alguien lo necesita. Bajé allí, con una mochila liviana y sin mapa, guiado por la intuición de que el lago Vodná Ružiná debía estar cerca. Lo estaba. Pero no era evidente. Hubo que caminar casi una hora. El sendero que lleva al lago no está señalizado. Va entre casas esparcidas, huertos, perros que duermen a la sombra, y una quietud rural que no interroga. El camino es de tierra. El aire huele a manzanos y a madera vieja. A medida que uno avanza, se empieza a intuir el agua. No por el sonido, sino por el modo en que cambia la luz: más abierta, más horizontal. Y de pronto, el lago aparece. Sereno, sin pretensión. Como si siempre hubiera estado ahí. Vodná Ružiná no es turístico en el sentido habitual. No hay escenografía. Hay familias locales con sombrillas que se abren como tiendas de campaña. Hay botes amarrados con sogas improvisadas. Hay niños que corren por el pasto mojado, y señores que no tienen apuro en volver a casa. Aquí no se viene a hacer nada. Se viene a estar. Desde allí, la vuelta al tren —otra vez en Lovinobaňa— no es un retroceso, sino parte del trayecto. El tren sale entre colinas redondeadas y va enhebrando estaciones sin turistas. La Eslovaquia interior se despliega con calma: Lučenec, Zvolen, Banská Bystrica si uno desea desviarse. Pero el destino está más lejos, al este, donde el país se vuelve plano otra vez. La línea a Michalovce atraviesa otra Eslovaquia: más dispersa, más abierta, menos marcada por la montaña. Aquí los pueblos son largos, los campos anchos, los acentos cambian, y los trenes —más lentos aún— se convierten en cápsulas de vida local. En los vagones viajan mujeres con bolsas de compras, obreros que bajan en estaciones que no figuran en los mapas, escolares con mochilas enormes que saludan a los conductores. Cada parada parece no tener nombre, pero tiene historia. Y entonces, después de horas de riel, aparece Michalovce. Una ciudad que no pide protagonismo, pero que tiene un ritmo propio. Desde su estación se camina hacia el lago Zemplínska Šírava, otro cuerpo de agua, más extenso, más plano, más expuesto. Pero el gesto es el mismo: la vida junto al agua no se llena de discursos, simplemente se disfruta. En la orilla del lago, el viento corre con más decisión. Hay zonas recreativas, sí, y hoteles para escolares, pero también un aire de provincia que lo suaviza todo. Aquí también se pesca. Aquí también se calla. Aquí también se espera. Aunque uno las mire en extremos del país, hay una línea de afinidad. Ambas están lejos de Bratislava, lejos del ruido, lejos del turismo de catálogo. Ambas respiran desde el margen. Y el tren, que las une con sus paradas intermedias y sus ruidos de hierro viejo, funciona como un puente que nadie ve, pero que existe Volver no es necesario. Basta con haber hecho el recorrido. Con haber caminado desde Lovinobaňa al lago sin señal. Con haber cruzado la mitad de Eslovaquia por rieles lentos. Con haber descubierto que hay paisajes que no buscan gustar. Solo durar. #abretuventanaalmundo #ViajarEsHipervivir 🌎 Subtítulos en portugués, italiano, alemán, francés, ruso e inglés. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS Todo el material que aparece en @daceygustavo © ("contenido") está protegido por derechos de autor. ALL RIGHTS RESERVED All material appearing on the channel @daceygustavo © ("content") is protected by copyright. 👇👇👇 COMENTA Y OPINA