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Sofía exigía una dote de 800,000 dólares. Yo no podía pagarla. Mis padres me rogaban que no rompiera con ella, pidieron prestado por todas partes y reunieron 300,000 dólares para ir a suplicarle. Sofía parecía sorprendida, y directamente fue clara. Se había acostado con su jefe, que era muy rico, y no podía perdérselo. En consideración a que la había perseguido durante 8 años, me estaba forzando a que yo propusiera la ruptura. Esa era la última muestra de consideración que me dejaba. Mi corazón se rompió por completo. Ya no creía en esa maldita cosa llamada amor. Mi padre, sintiéndose culpable, encontró en secreto un trabajo en una fábrica de neumáticos. No logró ahorrar dinero y falleció de cáncer de pulmón. Mi madre, sumida en la melancolía, todo el día me apremiaba para que fuese a citas a ciegas. Si me negaba, se ponía a llorar. Después de cinco años de citas a ciegas, comencé a rendirme. El tiempo pasaba en vano. Ya tenía 38 años, todavía sin dinero, sin casa y sin esposa. Yendo con prisa al trabajo, me salté un semáforo en rojo y un camión me atropelló, lanzándome por los aires. Al abrir los ojos de nuevo, había renacido. Había vuelto a los 21 años, justo en mi segundo año de universidad.