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El Nevado del Ruiz, el “León dormido” de la cordillera Central, ha marcado la historia de Colombia con tres tragedias en 1595, 1845 y 1985. La primera, en tiempos coloniales, sorprendió a Mariquita, Honda y Tocaima con una erupción que derritió el glaciar y desató lahares que arrasaron ríos y pueblos, dejando cerca de 600 muertos. Sin conocimiento científico, se interpretó como castigo divino y las poblaciones fueron reconstruidas en las mismas zonas de riesgo. Doscientos cincuenta años después, en 1845, una nueva erupción volvió a provocar avalanchas de lodo que descendieron por el río Lagunilla y sepultaron poblados ribereños, causando entre 1000 y 2000 víctimas. Aunque ya se sabía del peligro, no existieron medidas preventivas y la historia se repitió. La tragedia más devastadora ocurrió el 13 de noviembre de 1985. Pese a meses de advertencias científicas y mapas de riesgo que señalaban la vulnerabilidad de Armero, la desconfianza y la negligencia oficial evitaron una evacuación oportuna. Esa noche, una erupción pliniana derritió el glaciar y generó lahares que alcanzaron Armero en pocas horas. En menos de una hora, la ciudad quedó sepultada bajo el lodo: más de 25.000 muertos y escenas estremecedoras como la de Omayra Sánchez dieron la vuelta al mundo. En Chinchiná también murieron más de 1800 personas. La catástrofe dejó al descubierto fallas institucionales, pero también impulsó la creación del Observatorio Vulcanológico de Manizales y del Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres. Comparando las tres tragedias, se revela un patrón: en 1595 la ignorancia; en 1845 la falta de medidas; en 1985, la negligencia frente a información clara. Hoy, medio millón de personas siguen viviendo en zonas de amenaza, y aunque la tecnología de monitoreo ha mejorado, la vulnerabilidad social persiste. La gran lección es que la naturaleza no olvida, aunque la sociedad tienda a hacerlo: el Nevado del Ruiz sigue vivo, y solo la memoria y la prevención podrán evitar que su rugido vuelva a convertirse en desastre.