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Llevaba aún puesto el vestido de novia cuando crucé las puertas de la comisaría para denunciar su desaparición. La tela blanca, ahora arrugada, contrastaba con el temblor de mis manos. Se había ido sin dejar rastro, justo la mañana después de prometerme amor eterno. Sin una nota. Sin un mensaje. Sin despedida. La gente murmuraba que había muerto junto a ella, arrastrado por aquel deslizamiento de tierra que salió en las noticias. Pero yo... yo me aferraba a la idea de que no, de que tenía que haber otra explicación. Siete años más tarde, llevé a mi hijo a un recital escolar. Me senté entre otros padres, nerviosa pero feliz, sin imaginar que ese día reabriría una herida que creí cerrada. Entonces lo vi. El hombre que creí haber sepultado junto con mi pasado. Estaba ahí, respirando con dificultad al oír cómo un niño lo llamaba “mamá”. Mi hijo. Recuerdo el día después de nuestra boda como si hubiera ocurrido esta mañana. Me desperté sola. El lado de la cama donde dormía Julian estaba frío, intacto. Pensé, ingenuamente, que había salido a comprar algo especial: flores, desayuno, quizás un detalle romántico como en las películas. Pero las horas pasaron y su teléfono seguía apagado. Las llamadas no se conectaban. Caminé por la casa buscando alguna pista, algo que me dijera dónde estaba. No había ni una nota, ni un mensaje. Su billetera, su reloj, su pasaporte... todo había desaparecido. Y con ello, él. El miedo me paralizó. Llamé a la policía con la voz quebrada, rogando ayuda, pero me dijeron que debía esperar 24 horas. Así que esperé. Esperé vestida de blanco, con el maquillaje corrido y el corazón hecho trizas. Sentada en el borde de la cama donde apenas habíamos dormido juntos una noche. Esperé hasta que el silencio se volvió insoportable. Fui a casa de su madre, buscando respuestas, un consuelo, algo. Pero cuando abrió la puerta, no pareció sorprendida. Me miró con esos ojos agotados y sin titubear dijo: “Tal vez ahora entiendas que no eras la indicada”. Me quedé helada. No supe qué responder.