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Le dije a mi esposo que tenía demasiado deseo por mí y eso me daba asco. Desde ese día cambió y ya ni siquiera me mira en las noches. No sé qué hice mal. La culpa, estoy segura, no fue mía. O no del todo. Vivíamos en una burbuja de su creación, una burbuja tibia y pegajosa que me ahogaba lentamente. Leo, mi esposo, es – era – la clase de hombre que cree que un ramo de flores comprado en el supermercado soluciona cualquier malentendido. Su amor era físico, tangible, simple. Se expresaba a través de sus manos que siempre buscaban mi cintura, de sus besos húmedos en la nuca mientras yo lavaba los platos, de su mirada que me devoraba cuando creía que no me daba cuenta. Para él, ese era el lenguaje universal del amor. Para mí, había empezado a ser el ruido de fondo de mi propia asfixia. Nuestra casa, con sus muebles impersonales y sus cortinas beige, era el templo de su devoción, y yo, la diosa atrapada en un altar que no había elegido.