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Sección en el programa El Remate de La Diez Capital radio con nuestro abogado particular, Juan Inurria. Gobernar no es resistir. Estoy acabando el año con cierto abatimiento y, amigos y amigas, queridos lectores, hoy empiezo con algo breve pero necesario. Y voy a comenzar estas letras con el recuerdo de alguien muy querido para mí, que murió hace unos días. Mi amigo Ramón. Aunque la muerte siempre nos hace a todos un poco mejores, él ya lo era. Ramón entró en Hospiten Rambla para una intervención y nunca más salió. “Mala suerte”, me dijo un médico de otro lado. El de allí no dio la cara. Te echo de menos, querido. quizá por eso, o quizá porque uno empieza a notar el cansancio moral de un país que lleva demasiado tiempo sobreviviendo en lugar de vivir, hoy cuesta un poco más escribir. Pero hay días en los que no hacerlo sería una forma de rendirse. Cuando la ansiedad por el poder supera al deseo de gobernar, el sistema empieza a crujir. No de golpe, no con estruendo, sino como lo hacen las estructuras viejas: primero un silencio incómodo, luego la dejación, finalmente la costumbre. España lleva tiempo instalada en esa fase en la que lo excepcional ya no escandaliza y lo anómalo se normaliza. Un Gobierno que entra en su tercer año sin presupuestos no es una rareza técnica: es una anomalía constitucional. No estamos ante un problema de aritmética parlamentaria, sino ante un desprecio deliberado a las reglas mínimas del juego democrático. Gobernar sin presupuestos no es gobernar; es sobrevivir. Y sobrevivir no exige proyecto, solo exige aguantar. Un presidente con verdadera vocación de gobierno convocaría elecciones. Pero quien solo aspira a conservar el poder jamás se somete al veredicto de las urnas si no tiene la certeza de salir reforzado. Si sabe que perderá, ¿para qué convocar comicios? El interés general, en ese esquema mental, queda siempre por debajo del interés particular, el suyo. Conviene recordar que gobierno y poder no son sinónimos. El primero exige mayorías estables, decisiones impopulares y responsabilidad institucional, eso dicen y escriben. El segundo se conforma con una mayoría puntual el día de la investidura, como hizo Sanchez. A partir de ahí, todo vale: cesiones, chantajes, silencios por parte de sus socios y una negociación permanente para evitar la moción de censura. El objetivo ya no es gobernar bien, sino llegar vivo – políticamente- al día siguiente. España hoy se parece peligrosamente a un país gestionado en modo provisional. Sin rumbo, sin cuentas públicas, sin capacidad siquiera para garantizar que un ciudadano llegue a su trabajo a la hora prevista cuando se sube a un tren. En Canarias esto se percibe con una claridad incómoda. Aquí ya nos hemos dado cuenta de que se gobierna pensando en los de fuera, mientras los de dentro vivimos instalados en la incertidumbre. Las decisiones llegan tarde, mal o condicionadas, y siempre con la sensación de que somos un territorio útil cuando conviene, pero prescindible cuando toca responder. La gente no vive: aguanta. Y no planifica el futuro; calcula qué será lo próximo que empeore. Ahora será sobrevivir al mes de Enero. A esta decadencia institucional se suma otro fenómeno menos visible, pero igual de corrosivo: la envidia. La de quienes no soportan que estén surgiendo nuevos viveros de informadores, nuevas formas de contar la realidad y nuevas generaciones que no piden permiso para opinar. Los hay que siguen instalados en lo que fueron, convencidos de que el prestigio es hereditario y de que el micrófono, como el cargo, les pertenece por derecho adquirido. El problema no es que haya jóvenes que informen, escriban o incomoden, usando inteligencia artificial o lo que les venga en gana, porque afortunadamente ya quedaron atrás la máquina de escribir y el fax. El problema es que lo hagan mejor. Con más libertad, más rapidez, menos complejos y de pié no de rodillas. Eso irrita profundamente a quienes confunden trayectoria con propiedad, experiencia con monopolio y pasado con patente de corso. La gente es lista aunque se hagan los bobos – como el Rey emerito- y ya saben quien no informa, administra nostalgias; que no contrasta, pontifica; y que no compite, descalifica. Profesionales del recuerdo, guardianes de un prestigio caducado, incapaces de aceptar que les han adelantado por la derecha… y por el presente. Cuando la política fracasa, el lenguaje ocupa su lugar. No para explicar, sino para confundir. Las palabras inflaman o calman, hieren o curan, construyen o destruyen. Y cada cual es libre de usarlas como quiera, pero no de eludir las consecuencias. La ofensa no es necesaria para argumentar una idea; es simplemente el recurso que muchos usan hasta el desgaste. Sé que es difícil no dejarse arrastrar por el fango. Muy difícil. A veces incluso es necesario subir el tono en defensa propia. Pero cuando el insulto sustituye al argumento, la política deja de ser conflicto democrático y se convierte en ruido. Y el ruido siempre benefi...