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URSARIA - "Gallinejas y Entresijos"

«GALLINEJAS Y ENTRESIJOS» Ismael Clemente. Voz. Bombo y platillo. Organillo. Sonia Loaysa. Acordeón. Daniel Martín. Buzuki. Con la colaboración especial de Alejandro Martinez “Acho” (bajo eléctrico) y de Stefano Giordani (bombardino) Cuentan que a primeros de noviembre de 1936 y debido al estancamiento de las tropas nacionales del general Varela en la Casa de Campo, incapaces de entrar en la ciudad ante la apasionada defensa de los madrileños, el propio Franco pegó un puñetazo encima del escritorio de su despacho, en su cuartel general de Burgos, y pronunció una frase, recogida en su momento por un corresponsal de The Times. «¡Destruiré Madrid antes que dejárselo a los marxistas!» Y acto seguido ordenó a la aviación alemana de la Legión Condor bombadear a diario y sistematicamente la ciudad. Sin piedad. Cuando por fín Franco entró en Madrid, una ciudad arrasada por las bombas y por el hambre, en lugar de instalarse en el Palacio Real, eligió para vivir un palacete de caza de las afueras, en el Monte de El Pardo. Porque dicen que Madrid, esa Madrid descocada, impía, lujuriosa y bolchevique, que se había negado a abrirle las puertas a las primeras de cambio, le daba mucho asco, le producía auténtica urticaria. Le pasaba lo mismo que a Felipe II. Que eligió fijar la corte allí por motivos geográficos. Pero, que procuraba bajar más bien poco. Encerrado en su monasterio de El Escorial. Porque Madrid era una ciudad pecadora. Un villorrio libidinoso. Un lupanar bereber. De hecho, la única capital de toda la cristiandad europea fundada por los moros sarracenos. Y eso el rey no lo podía soportar. Porque Madrid es una ciudad canalla. No lo puede evitar. Tampoco es que intentemos evitarlo mucho, dicho sea de paso. Porque lo cierto es que nos va la marcha. No hay una ciudad en el mundo como esta, en la que ser pobre sea más importante que ser rico. Que sale uno por la tarde con un billete de cinco euros en el bolsillo y aparece en casa al día siguiente a las nueve de la mañana. Sin voz, por cantar. Sin jucio, por beber. Sin alma, por habérsela vendido al diablo. Madrid es canalla. Pero es lo que nos gusta. No es una ciudad bien planchá. De arreglarse para ir a misa. No es de orden. Ni de paz. Ni es un destino con encanto; de esos que se venden en esas «cajas de experiencias» en la FNAC. Lo bonito de Madrid está en el interior. De hecho, en lo más profundo. Bajo la pila de estaño y el serpentín. Bajo la capa de serrín de los bares. En la cava oscura y subterránea. En su armadura de ladrillo embovedado, de alarife moruno. Por eso su gastronomía es una cosa que tiene que ver con lo de más adentro. Lo más intínseco. La casquería. La viscera brutal. Los callos. Las gallinejas. Los entresijos. Las tiras. Los botones. Despojos de cordero asados en manteca. Madrid huele a fritanga de churro y a zarajo, lo mismo que huele un zoco de Estambul. A garbanzo y a menudo de gallina. Como el cuscús. Y el cocido. A cosas que tienen que ver con haber pasado mucho hambre. Pero no ese hambre del que hablan en otros sitios, que también dicen haber pasado hambre; ese hambre de «un cacho tocino cuando lo había». No no. El hambre del lugar de España que más hambre pasó —«cuando el hambre»— se escribe con mayúsculas. HAMBRE. De rebuscar en los basureros las mondas de las patatas. De comerse las ratas de las alcantarillas. De lamer el cuero de los cinturones. Ese hambre. Ese hambre que a todo al que viene nuevo a Madrid se le contagia. Que le entran a uno ganas de comerse el mundo. De comérselo de verdad. Por medias raciones. Hasta las siete de la mañana. Y después pegarle fuego a todo. ¡Coño ya! Madrid es almorávide y bisexual. Madrid no es libre, sino libertaria. ¡Ay, Madrid! ¡Vaya con Madrid! Que siendo lo que los geógrafos llaman un polo de inaccesibilidad, el lugar de la Península más apartado del mar, se dedica a la exaltación del bocadillo de calamares. Ya ven ustés. Un lugar que tiene como emblema musical a un baile que vino de muy lejos. De la región de Bohemia. ¿Se puede ser más chulo, joder? Vino de fuera, sí. Pero vamos… en realidad como todo y en todos sitios. Que no se vayan a pensar ustés que estas cosas crecen en una mata. Como los pimientos. Ustés ya saben. «GALLINEJAS y ENTRESIJOS» empieza con un schottisch. Un chotís. Por decirlo fino. Que ya saben ustedes que no es más que una polca. Una polca a tres revoluciones por minuto. ¡Tranquilo, chato! ¡No tengas tanta prisa! Tres revoluciones por minuto son casi las mismas revoluciones que tienen lugar cada día en esta jodida ciudad. De media. Así que, miá… ya son unas cuantas. Lo que pasa que luego tiramos de la palanca y se nos va de madre la cosa. Que terminamos la canción a 45 revoluciones por minuto. O así. Que aquello acaba por tener más de pasodoble verbenero, que de polca centroeuropea. Chipén, oiga. Y al que no le guste que mire pa otro lao… ¡No te amuela! ¡Mos anda! Canallas del mundo, gente canalla: ¡Viva la Revolución!