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Carlos Fernando Alvarado Duque. Universidad de Manizales. Hay un miedo que no cesa: el de perder el cuerpo. Aun en la era digital, cuando todo parece flotar entre señales y pantallas, persiste la sospecha de que algo de la carne se disuelve cada vez que la técnica promete preservarla. En su intento de salvarla, la tecnología la expone, la desgasta, la hace girar en un ciclo de visibilidad inagotable. El cuerpo no muere: se cansa de durar. El metraje encontrado —ese cine construido con registros que fingen haber sido hallados, restos de una memoria ajena— se detiene precisamente en esa herida. Cada imagen es a la vez huella y advertencia: el archivo que promete continuidad también deja ver la ruina de aquello que quiso guardar. Pierre Lévy ha dicho que virtualizar no es suprimir la materia, sino desplazar su centro, hacer que respire en otro plano. David Le Breton recuerda que toda técnica nace del deseo de proteger la carne del tiempo, aunque en ese exceso puede volverse su verdugo. Y Don Ihde sugiere que cada prótesis amplía la experiencia, pero la duplica en un cuerpo-otro que nos acompaña como sombra. En esa tríada —proteger, prolongar, desdoblar— se juega la tragedia contemporánea del cuerpo técnico: su necesidad de permanecer y su inclinación a disolverse. A ese triángulo de ideas se suman Donna Haraway, Rosi Braidotti e Iván Mejía, quienes leen el cuerpo poshumano no como pérdida sino como mezcla, ensamblaje frágil, tejido entre lo orgánico y lo digital. Sin embargo, el terror no desaparece: lo que asusta no es la transformación, sino su precio. Cada mutación deja un resto, una zona de sombra donde el cuerpo reconoce su límite. El horror, entonces, no proviene de la ausencia, sino de una presencia saturada, de una vida que no puede apagarse ni completarse, condenada a emitirse sin cesar. Ese temblor recorre tres filmes recientes del metraje encontrado digital: Unfriended (Levan Gabriadze, 2014), Host (Rob Savage, 2020) y Deadstream (Joseph y Vanessa Winter, 2022). En ellas, la red —red social, videollamada o transmisión en vivo— se convierte en un escenario del espanto. La interfaz reemplaza al encuentro, la visibilidad se vuelve persecución, y la imagen, en su empeño por conservar, termina devorando la materia que la produce. Estas películas traducen, con la intensidad del horror, el miedo contemporáneo a la mutación del cuerpo en los ecosistemas digitales: un miedo que no desaparece con la virtualización, sino que se amplifica en la textura misma de la red. Allí donde el cuerpo busca persistir, comienza su deterioro; y donde la tecnología promete salvación, se insinúa la ruina. El metraje encontrado, al registrar esa paradoja, nos recuerda que lo humano no se extingue en la pantalla: tiembla en ella.