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Las novias de guerra alemanas quedaron impactadas al ver sus nuevos hogares en Estados Unidos

Las novias de guerra alemanas quedaron impactadas al ver sus nuevos hogares en Estados Unidos Nueva York, 1946. El imponente transatlántico Queen Mary, una colosal bestia de acero y vapor, soltó sus últimos suspiros al atracar en el muelle. En sus cubiertas, cientos de mujeres, muchas de ellas con niños pequeños aferrados a sus faldas, se asomaban a la majestuosa silueta de la ciudad de Nueva York. Entre ellas, Anya Schmidt, una joven de apenas veintidós años, apretaba con fuerza una pequeña y desgastada muñeca de tela. Era el único juguete que había sobrevivido al infierno de Dresde, un silencioso testamento de una vida irremediablemente perdida. Sus ojos, que antes rebosaban una esperanza rayana en la ingenuidad, ahora escudriñaban la interminable vista de rascacielos, una mezcla desconcertante de asombro y un temor naciente. El aire, denso con el olor a diésel y sal marina, contrastaba fuertemente con el hedor acre a humo y escombros que se le había pegado a la ropa durante tanto tiempo. Para estas mujeres, Estados Unidos era el país de las promesas, un faro de opulencia, libertad ilimitada y oportunidades infinitas.