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En este debate, Juan Miguel Zunzunegui y Arnold Burkholder confrontan dos interpretaciones sobre la violencia en la Conquista. Coinciden en un punto clave: el siglo XVI fue un mundo profundamente violento. Zunzunegui subraya que todos los grandes procesos históricos —helenismo, Roma, invasiones bárbaras, mongoles— nacen en la violencia, y que la Conquista no fue la excepción. Su tesis: sin negar matanzas, esclavitud de facto y abusos, el proceso también fue generador de una nueva civilización —la Nueva España— cuyo legado cultural (mestizaje de raíces indígena, española, africana y asiática; Nao de China; gastronomía; arte; fe; instituciones) constituye “lo mejor de México” hoy. Burkholder advierte contra el “spoiler” histórico: no debemos justificar el origen por el resultado. Pide empezar por el inicio: la violencia concreta (Cholula, Templo Mayor, Nuño de Guzmán, Guerra del Mixtón). Señala que las leyes protectoras (Leyes de Burgos, Nuevas Leyes, bulas papales) existieron, pero no se aplicaron de forma efectiva. Para él, la Conquista fue un cambio de régimen hegemónico: los españoles destruyen el orden mexica y se colocan arriba por la fuerza, con ventajas decisivas (acero, caballos, arcabuces, modelos de guerra europeos, viruela). Por eso, aunque hubo alianzas indígenas (p. ej., Tlaxcala), éstas respondieron tanto al deseo de librarse del yugo mexica como al miedo racional de enfrentar solos a los recién llegados. Ambos matizan la idea de “traición”: en 1519 no existía México; había altépetl con intereses propios. Tras la caída de Tenochtitlan, los aliados no expulsan a los españoles porque no podían y también porque les convenía adoptar tecnologías, producción y nuevos marcos legales. Zunzunegui propone no quedarse atrapados en el rencor y mirar el fruto cultural del proceso sin negar los horrores; Burjholder insiste en que comprender la violencia originaria explica por qué México ha sido un país de ciclos violentos (Colonia, Independencia, Reforma, Revolución) y evita relatos complacientes. Resultado: un diálogo que desmonta simplificaciones (ni “salvación” idílica ni “mal absoluto”) y coloca la Conquista como guerra de alta asimetría, con colaboración indígena, masacres, epidemias y, a la vez, el nacimiento de una sociedad mestiza globalizada desde el siglo XVI.