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Huracán Melisa: La furia del Caribe” El Caribe no duerme. En la madrugada, el cielo se ha convertido en un torbellino gris, y el viento ruge como si la Tierra se partiera en dos. Su nombre es Melisa. Un huracán categoría cinco que ha destrozado las costas de Jamaica con la fuerza de un dios antiguo. Desde el aire, la isla parece un lienzo de agua y destrucción. Desde el suelo, una pesadilla sin pausa. Las ráfagas superan los 250 kilómetros por hora. Los techos vuelan como hojas. Los postes se doblan, las palmeras se arrancan de raíz, y el mar avanza sobre las calles como una bestia sin freno. En Kingston, la capital, miles de familias se refugian en escuelas y estadios convertidos en albergues improvisados. Más de setecientas mil personas evacuadas. Siete veces la población de un país pequeño, moviéndose a contrarreloj para escapar de una furia sin rostro. Melisa no es un huracán cualquiera. Su formación fue tan rápida que los satélites no alcanzaron a registrar su intensidad antes de que golpeara tierra. Los meteorólogos lo llaman “una anomalía tropical”, un fenómeno impulsado por temperaturas oceánicas inusualmente altas. El mar, calentado por un año récord de calor global, ha transformado la atmósfera en un combustible explosivo. Y ahora, esa energía se descarga sobre Jamaica con una violencia que la ciencia aún intenta entender. Los rescatistas luchan contra el viento. Caminar es casi imposible. Los helicópteros apenas pueden sostenerse en el aire. Las cámaras muestran autos sumergidos, casas partidas, barcos arrastrados a kilómetros tierra adentro. En medio del caos, los habitantes se aferran a lo poco que pueden rescatar: una foto, una mochila, una esperanza. Desde los radares, la trayectoria de Melisa continúa su curso hacia el norte, y Cuba se prepara. Las autoridades emiten la orden: evacuación inmediata en las zonas costeras. Miles de personas llenan las carreteras, moviéndose bajo un cielo que se oscurece más rápido de lo normal. La tormenta avanza, pero detrás de su fuerza hay algo más inquietante: su velocidad. Melisa no solo destruye, acelera. Cada hora parece una década comprimida. Los expertos repiten lo mismo: el cambio climático está alterando el comportamiento de los huracanes. Son más rápidos, más calientes, más impredecibles. Pero en las imágenes que llegan desde Jamaica, esas palabras no bastan. Lo que se ve no es un fenómeno climático: es una prueba de resistencia humana. Entre los escombros, una mujer camina descalza. Lleva a su hijo en brazos. El agua le llega al pecho. A su alrededor, todo flota: juguetes, maderas, papeles, recuerdos. No mira atrás, solo avanza. Como si avanzar fuera lo único que queda. Cuando el huracán se aleje, dejará más que destrucción. Dejará la evidencia de que el clima ya no es una noticia de temporada, sino una constante amenaza. Los océanos hablan en el idioma de las tormentas. Y cada año, su voz se vuelve más fuerte. En las próximas horas, Cuba sentirá el golpe. Después, el huracán se internará en el Golfo, debilitado, pero todavía vivo. Melisa seguirá siendo un nombre en los noticieros, una línea en los informes meteorológicos, un dato más en la lista de desastres naturales. Pero para los que lo vivieron, será el día en que el cielo cayó sobre la tierra. La cámara se eleva sobre el Caribe. El mar vuelve a calmarse. El sol intenta salir, pero el horizonte todavía guarda el color del miedo. El planeta sigue girando, pero algo ha cambiado: la naturaleza ya no avisa, actúa.