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En el polvo ardiente del norte de México, una hacienda se convirtió en infierno. San Jerónimo, tierra de trabajo duro y hambre vieja, cayó bajo el mando de un capataz sin fe y sin piedad: Salomón Requena. Vestido siempre de negro y con el látigo como idioma, decidió arrancar de raíz lo único que los campesinos tenían para resistir… su fe. Cada noche, hombres, mujeres y ancianos se reunían en secreto para rezar. No pedían riqueza ni venganza; pedían fuerza para sobrevivir un día más. Pero para Salomón esas oraciones eran una humillación, una rebeldía imperdonable. Primero llegaron las amenazas, luego los castigos, hasta que una noche de abril ordenó lo impensable: azotar a los creyentes uno por uno, en el patio de la hacienda, solo por rezar. Entre sangre y silencio nació una decisión. Timoteo, herido y casi sin vida, cabalgó tres días para buscar la única justicia posible en aquellos tiempos: Pancho Villa. Y cuando Villa escuchó lo ocurrido, el norte entero tembló. Porque el general del pueblo no perdonaba a quien pisoteaba a los humildes. Esta es una historia de crueldad, de fe que no se quiebra, y de justicia revolucionaria cobrada golpe por golpe. Una historia que nos recuerda que el látigo puede abrir la piel… pero nunca el espíritu. Si te gustan los relatos intensos de la Revolución Mexicana, donde el bien y el mal chocan sin maquillaje, quédate hasta el final, porque aquí Villa le cobra a Salomón cada latigazo que dio.