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La intuición clásica según la cual de la nada, nada sale adquiere una profundidad especial cuando se aplica al ámbito de la creatividad intelectual. La soledad y el silencio no constituyen un vacío absoluto, sino un espacio fértil donde la mente humana puede recibir o descubrir verdades que la trascienden. Si rechazamos que las grandes ideas surjan de una “nada mental”, debemos admitir la existencia de una Fuente que las haga posibles. La experiencia de la soledad creativa, lejos de ser un aislamiento estéril, se convierte así en un fenómeno que apunta hacia un origen trascendente del entendimiento. La soledad de figuras como Newton, Descartes o Francisco de Vitoria no fue un retiro vacío, sino un silencio cargado de sentido. La ausencia de estímulos externos no equivale a un vacío ontológico, y sin embargo la pregunta permanece: si la soledad elimina las entradas sensoriales, ¿de dónde procede el “algo” monumental que surge en ella? El cálculo no brota de la nada, el Cogito no emerge de un vacío mental y la noción de dignidad humana universal no se improvisa sin fundamento. El cerebro humano puede recombinar, inferir y analizar, pero no puede producir ex nihilo ideas radicalmente nuevas si su única fuente es la materia finita. Si la mente fuese un sistema cerrado, limitado a sus propios contenidos contingentes, entonces las grandes intuiciones de la historia del pensamiento serían inexplicables. La creatividad profunda no es mera fabricación, sino acceso a un orden previo. La genialidad auténtica no consiste solo en procesar datos, sino en captar una verdad. La palabra inspiración —in-spirare, “soplar dentro”— ya sugiere una recepción, no una invención. En la soledad, el pensador no crea en un vacío, sino que sintoniza con un orden que lo precede y se abre a una verdad que no depende de su voluntad. La soledad es un acto de receptividad: al suspender el ruido del mundo, la mente se vuelve capaz de percibir estructuras, principios y leyes que estaban ahí antes de ser descubiertas. La soledad no produce la verdad, la revela. Si aceptamos que de la nada nada sale, que la mente humana es finita y contingente, y que las grandes ideas descubiertas en soledad poseen un carácter universal, necesario y objetivo, entonces la causa de esas ideas no puede ser la mera actividad cerebral. Debe ser algo trascendente, porque supera las limitaciones de la mente humana; necesario, porque fundamenta verdades que no dependen de circunstancias históricas; e inteligible, porque sostiene el orden matemático, lógico y moral del universo. La tradición filosófica ha llamado a esta Fuente Dios, entendido no como un ser entre otros, sino como el Ser que fundamenta todo ser, la Razón que fundamenta toda razón y la Verdad que hace posible toda verdad. Las leyes físicas que Newton formuló, la claridad racional que Descartes buscó y la dignidad humana que Vitoria defendió no son creaciones arbitrarias, sino descubrimientos de un orden objetivo. Ese orden no puede surgir de la nada ni de un sistema puramente material. La soledad, entonces, no es un laboratorio de invención, sino un espacio de escucha. En ella, la mente finita se aquieta lo suficiente para percibir la armonía matemática inscrita en la naturaleza, la estructura racional del pensamiento y la ley moral que resuena en la conciencia. Si el “algo” que surge en la soledad no puede provenir de la nada ni de la mera materia, debe provenir del Ser que es la fuente de todo principio y verdad. La soledad a partir de los sesenta años como una segunda etapa tras haber vivido intensamente en contacto con el mundo. Hoy no aporto mucho al mundo, ni el mundo me aporta nada. Mañana Dios dirá. La soledad, lejos de ser un signo de fracaso o aislamiento negativo, puede convertirse en una forma de servicio a la humanidad. A lo largo de la historia, numerosos pensadores, científicos y artistas han demostrado que ciertos avances intelectuales, éticos y creativos solo son posibles cuando se toma distancia del ruido social. La soledad elegida —distinta del aislamiento impuesto— ofrece un espacio de libertad interior que permite pensar con profundidad, madurar juicios morales y generar ideas duraderas. La soledad se presenta como condición de libertad intelectual. Pensar de manera original exige un espacio libre de presiones externas, expectativas sociales y necesidad de aprobación. Figuras como Descartes, Newton, Thoreau o Einstein desarrollaron sus aportaciones más decisivas en contextos de retiro voluntario. La psicología contemporánea respalda esta idea: la soledad elegida favorece la creatividad, la concentración y la innovación, al permitir que la mente divague sin interrupciones. En un mundo dominado por la hiperconexión y el trabajo colaborativo constante, la soledad se convierte en un acto de resistencia que protege la autonomía del pensamiento.