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El reloj marcaba las cinco y media de la mañana cuando Diego Morales desactivó la alarma de su teléfono con movimientos precisos, casi militares. En la habitación contigua, sus dos hijos aún dormían profundamente: Mateo, de ocho años, y Emma, de seis. El apartamento de dos habitaciones en el barrio obrero de la ciudad no era lujoso, pero estaba impecablemente limpio. Cada objeto tenía su lugar. Las paredes mostraban dibujos infantiles cuidadosamente enmarcados con marcos baratos pero dignos. Diego se preparó café en silencio, una habilidad perfeccionada durante años de levantarse antes del amanecer. Sus manos, grandes y marcadas por el trabajo, manejaban la cafetera con una delicadeza sorprendente. Mientras el líquido oscuro llenaba la taza, observó su reflejo en la ventana de la cocina. A sus treinta y cinco años, las líneas alrededor de sus ojos hablaban de noches sin dormir y preocupaciones constantes. Pero su espalda seguía recta, su mandíbula firme. La dignidad no requería dinero. En la mesa de la cocina esperaba una lista meticulosamente organizada: "Reparar luz del baño del segundo piso. Revisar sistema de calefacción del gimnasio. Limpiar grafiti de la pared este. Preparar el salón de actos para la asamblea de padres." Era su rutina como conserje del Instituto San Agustín, una de las escuelas privadas más prestigiosas de la ciudad. Un trabajo que pagaba las cuentas, nada más, nada menos. "Papá", la voz somnolienta de Emma llegó desde su habitación. Diego dejó su café y se dirigió al cuarto de sus hijos. Emma estaba sentada en su cama, abrazando su conejo de peluche desgastado. Mateo comenzaba a desperezarse en la litera superior.