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Durante siete años, había vivido en la casa que legalmente era mía. Cuidé a mi nieto con todo el corazón, limpié cada rincón, y me convertí en el pilar de aquella familia. Nunca esperé gratitud ni reconocimiento, solo hacía lo que creía correcto. Hasta que un día, mi nuera me miró con ojos fríos y gritó: "¡Fuera de NUESTRA casa!" No sabía que yo guardaba un papel que cambiaría todo el juego de poder. El sol de la mañana entraba por las ventanas de la cocina cuando comenzó todo. Yo, Carmen Vega, estaba preparando el desayuno como cada día. Los huevos burbujeaban suavemente en la sartén mientras cortaba fruta fresca para mi nieto Mateo. A mis sesenta y tres años, mis manos ya mostraban las marcas del tiempo, pero se movían con la precisión de quien ha alimentado a una familia durante décadas. Desde que mi esposo Roberto falleció hace ocho años, mi vida había cambiado completamente. Mi hijo Miguel y su esposa Lucía atravesaban dificultades económicas, así que les ofrecí mi casa. Era una propiedad hermosa en las afueras de Madrid, que Roberto y yo habíamos comprado con nuestros ahorros de toda la vida. Tres habitaciones, un jardín pequeño pero acogedor, y lo más importante: estaba completamente pagada. "Pueden vivir aquí mientras se recuperan", les dije. "Yo cuidaré del pequeño Mateo mientras ustedes trabajan". Lo que comenzó como un arreglo temporal se convirtió en siete años de convivencia. Siete años en los que me convertí en la cocinera, la limpiadora, la niñera, y la consejera. Siete años en los que poco a poco, mi presencia se volvió invisible. Al principio, la gratitud de Miguel y Lucía era evidente. Me abrazaban cada noche, agradecían cada comida. Mateo, apenas un bebé cuando llegaron, creció bajo mis cuidados, llamándome "abuelita" con una sonrisa que iluminaba mis días. Pero con el tiempo, algo comenzó a cambiar. La gratitud se transformó en expectativa, y luego en exigencia. "Mamá, ¿podrías recoger a Mateo de la escuela? Tenemos una reunión importante", decía Miguel cada vez con mayor frecuencia. "Carmen, la camisa azul de Miguel necesita planchado para mañana", agregaba Lucía sin siquiera mirarme a los ojos. Pequeños detalles que, sumados día tras día, comenzaron a pesar sobre mis hombros envejecidos.