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A sus 63 años, la hija de Paul Newman finalmente confirma los rumores. La leyenda de Hollywood, el hombre de los ojos azules hipnóticos, Paul Newman, siempre fue sinónimo de éxito, carisma y de un matrimonio idílico con la elegante Joanne Woodward. Sin embargo, décadas de una imagen cuidadosamente pulida por la Meca del Cine han sido hechas añicos. A sus 63 años, Nell Newman, la hija de la icónica estrella, ha roto un silencio sepulcral que duró toda una vida, revelando en una entrevista estremecedora con CBS Sunday Morning la dolorosa verdad que se escondía tras las puertas de la mansión familiar: la vida de su padre era una fachada, un drama perfectamente escenificado que ocultaba un amor secreto y prohibido. La confesión de Nell no solo ha sacudido los cimientos de uno de los mitos más grandes de la historia del cine, sino que también ha desvelado la herida más amarga de todas: la última voluntad de Newman. Un testamento frío, un documento legal que borró todo rastro de su familia, legando su vasta fortuna a un misterioso hombre identificado únicamente por dos iniciales: R.R. Westport, Connecticut, un enclave idílico para la élite, un lugar donde el lujo promete felicidad. Pero en la fastuosa propiedad de los Newman, la pequeña Nell, una niña rubia que buscaba refugio bajo la sombra de un viejo roble, aprendió una lección cruel y prematura: en esa casa, la verdad tenía un precio altísimo, y ciertas preguntas no debían ser pronunciadas si no quería perder el amor de sus padres. "Yo solía creer que mi familia era perfecta, como las fotos enmarcadas que colgaban de las paredes," relató Nell. "Pero me di cuenta de que las fotos no hablan, y mi familia tampoco lo hacía." En la memoria de Nell, nunca, ni una sola vez, vio a sus padres tomarse de la mano con naturalidad o ternura. Los abrazos frente a las cámaras eran meras poses, fugaces, como si dos actores estuvieran forzando el final de una película de la que estaban exhaustos. Paul Newman, el galán que hacía suspirar a medio mundo, era, dentro de su hogar, tan frío como el mármol. Joanne Woodward, la epitome de la gracia y la belleza, se retraía hasta el punto de la mudez escalofriante cada vez que él cruzaba el umbral. La casa era un set de rodaje donde las cámaras siempre estaban apagadas, y el silencio, ensordecedor, era el guion. Nell recuerda con dolor un intento infantil de conexión: "Traté de tomar la mano de mi madre mientras lavaba los platos y le pregunté: '¿Estás triste?'. Ella retiró su mano como si se hubiera quemado. No estaba enfadada, simplemente no sabía cómo tocar a alguien cuando las emociones estaban de por medio." La rutina era una punzada diaria: Su padre partía al amanecer sin decir nunca adónde iba. Regresaba días o incluso semanas después, soltando apenas un saludo parco antes de encerrarse en su estudio. Desde ahí, a veces, se filtraba el sonido de una carcajada profunda y grave durante largas llamadas telefónicas, pero esa voz al otro lado de la línea nunca, jamás, fue la de su esposa. El hielo se rompió una noche de invierno de 1972. Nell escuchó el estruendo de una copa de vino destrozándose en el dormitorio de su madre. Corrió y encontró a Joanne arrodillada, sosteniendo un fragmento de cristal roto, murmurando una y otra vez: "Mentiste de nuevo. Mentiste de nuevo." A la temblorosa pregunta de Nell sobre lo que había hecho su padre, su madre se limitó a susurrar con labios trémulos una verdad que desmantelaba el mito: "No todos los hombres aman a las mujeres, cariño. Pero Hollywood nunca aceptará eso."