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Durante un viaje en grupo, Elias Thompson trajo consigo a una mujer y a su hija. Había tres coches en total, pero de alguna manera, faltaba un asiento. Sin dudarlo, Elias me sacó del asiento del copiloto y le dio mi lugar a ellas. El trayecto hasta Seaview Bay tomaría cinco horas, y en ese momento, de repente, me sentí cansada, cansada de todo esto. Bajé del coche con calma y me quedé de pie, mientras se alejaban, la caravana avanzando constantemente hacia la distancia. Más tarde, vi un video grabado en la costa. Elias estaba allí, sonriendo y jugando en las olas con la mujer y su hija. Alguien detrás de la cámara preguntó por qué no había venido a buscarme. Él estaba enseñándole a la mujer a nadar con delicadeza, y respondió con naturalidad: “Abigail Price es fácil de consolar, no se molestará”. Pero lo que no sabía era que, a partir de ese momento, yo nunca volvería a molestarme por él. Cuando Elias las trajo esa mañana, ya había sentido una punzada en el corazón, diciéndome que no debía ir. La mujer llegó con un ajustado qipao, elegante y serena, tomando de la mano a su hija mientras se acercaba con una sonrisa. “Abigail”, dijo dulcemente, “Elias me dijo que fuiste tú quien nos invitó. Muchas gracias”. Su sonrisa era suave, pero su tono tenía una provocación silenciosa. Sabía perfectamente que yo jamás la habría invitado. Elias cargó su equipaje en el maletero y abrió la puerta trasera. Justo entonces, se detuvo. Dos jóvenes habían aparecido en el asiento trasero, amigos de un amigo que se habían unido en el último momento. El amigo se rascó la nuca con incomodidad. “Lo siento, Elias, no sabía que ibas a traer a alguien también”. Antes de que Elias pudiera decir algo, se adelantó para pedirles a los chicos que cedieran sus asientos, pero Sophia, la mujer, habló primero. “Son solo niños”, dijo suavemente. “Déjalos venir. Esta edad solo se vive una vez”. Bajó la cabeza al hablar, con una voz llena de decepción fingida. “Robert y yo nos quedamos entonces.